Al amanecer de un día de invierno, dos monjes caminaban a orillas de un río. El río estaba desbordado. El único sitio por el que se podía cruzar, en muchos kilómetros, era un puente que se hallaba sumergido unos 60 centímetros. Una joven mujer, vestida de seda, estaba de pié junto a la orilla, aterrorizada con las aguas torrenciales. Cuando vio a los monjes les lanzó una mirada suplicante. Sin decir palabra, el primer monje levantó a la mujer en los brazos, la sostuvo firmemente en alto mientras cruzaba con dificultad el puente inundado, y la transportó sana y salva en la otra orilla. Los dos monjes continuaron caminando en silencio hasta el atardecer, hora en que los votos de su orden les permitía hablar. ¿Cómo pudo usted atreverse a alzar a esa mujer? Reclamó el segundo monje, con los ojos llenos de ira. Usted sabe muy bien que nos es prohibido pensar siquiera en mujeres, mucho más tocarlas. Es una deshonra para toda la orden. Y sacudió el puño ante su compañero. Venerable hermano- dijo el primer monje-, yo puse a esa mujer en el otro lado del río en el amanecer. Es usted quien la ha estado cargando todo el día.
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